Ser gato


Por Gabriela Esquivada


El dolce far niente. La pereza placentera y productiva. El ocio felino. O, sencillamente, la vida contemplada en calma.


Cada domingo me prometo: esta semana empiezo a tomarme las cosas con más calma. Imagino que el domingo siguiente no voy a trabajar, sino que dejaré que el tiempo se vaya mientras yazgo en un sillón leyéndoles a los gatos los poemas de Old Possum’s Book of Practical Cats, de T. S. Eliot, y esperando que se seque el esmalte de mis uñas. Me los imagino siguiendo los versos con gusto, estirando el cuello y las patas mientras cierran los ojos, alguno trepándose sobre mis piernas, otro girando apenas la cabeza —una torsión leve, que no afecte su santo reposo— hacia el punto del que sale mi voz, la tercera seguramente haciéndose la indiferente, la que duerme como si nada. Me imagino leyéndoles “The Naming of Cats”, ese poema que habla de los tres nombres del gato: el cotidiano, el particular y el secreto. En especial los versos:

But above and beyond there’s still one name left over,
And that is the name that you never will guess;
The name that no human research can discover –
But the cat himself knows, and will never confess.

Allí Eliot cuenta que los gatos tienen un nombre que sólo ellos conocen y que jamás van a revelar. No el que reciben en su hogar: Pablito, Archie y Somalía, por ejemplo. Tampoco el apodo a medida: Hooligan, Rubio y Tota. El tercer nombre es un secreto, y en él piensan los gatos cuando se los ve en sagrado reposo, propone Eliot. Cuando son, y ya.

Me prometo acompañarlos en esa meditación, en el living o acaso al sol en el deck, cuando no trabaje, el domingo que viene. ¡Ah, el domingo que viene, cuando no trabaje!

Hoy es el domingo que viene, así como lo fueron el pasado y el anterior: cada semana que termina prometo lo mismo pero, igual que ese tercer nombre, secreto, de los gatos, el ocio es un misterio para mí. Desde que tengo memoria, el descanso o la pérdida de tiempo me generan sentimientos ambiguos. Fui una niña hosca y casi sin amigos, pero no me aburría ni molestaba porque siempre estaba ocupada: iba a la escuela, hacía la tarea, practicaba natación, aprendía inglés, atentaba contra los oídos de la profesora de música, leía o jugaba sola. Se sabe que es más fácil repetir que cambiar, y cuando crecí me porté igual en la universidad y en el trabajo. Me ayudó esa valoración inmoderada de la producción que tiñe el clima de esta época, otra gentileza del neoliberalismo triunfante.

Cuando miro a los gatos —que suelen acompañarme mien­tras escribo o cocino o lavo la ropa o llamo al dentista de mi hijastra o escribo los cheques para pagar las cuentas: en cualquier lugar encuentran dónde echarse—, ansío deslizarme hacia su tiempo. Una dimensión hecha para el despilfarro, donde el ocio no es la angustia de no hacer nada sino el placer de ser sin hacer.

Y sin embargo, aquí estoy, un domingo de rota promesa, escribiendo estas líneas mientras podría estar en el tren hacia Nueva York para caminar por el Village, ver el thriller coreano que jamás llegará al suburbio donde vivo, visitar el Metropolitan o el Guggenheim, invitar a mi marido a una degustación de vinos y quesos al aire libre en el Soho, escuchar jazz en el sótano al que solemos ir.

El fin de semana se llena sólo con mi familia, un par de conversaciones por teléfono con mis amigos en Argentina, mis excitantes labores de ama de casa y algunos textos en los que trabajo. Ya no me alcanza la angustia que sentía años atrás ante la imposibilidad de quedarme a solas, sin algo que hacer, conmigo. Me encantaba la idea de disfrutar de lo que G. K. Chesterton —experto en contemplación, aunque más conocido como el creador del Padre Brown— consideraba una oportunidad para la búsqueda personal en la arena de las fantasías privadas y no en la industria de la diversión, pero nueve de cada diez veces que entraba en ese bosque interior, vestida de Caperucita, me recibía el lobo, y ni siquiera se molestaba en ponerse el disfraz de abuelita. Ahora la vida interior es algo que temo haber olvidado en un taxi, o dejado en manos de la terapeuta que me la devuelve, puntualmente, cada miércoles de 12 a 13.

En su ensayo Esperando el fin de semana, Witold Rybczynski recuerda un trabajo del psicoanalista húngaro Sándor Ferenczi, La neurosis del domingo, sobre un grupo de gente que manifestaba síntomas como dolores de cabeza o vómitos cada víspera de día libre, como reacción frente a la libertad que tenía por delante. “Debido a que el domingo permitía todo tipo de comportamiento relajado, Ferenczi llegó a la conclusión de que esa gente podía sentirse incómoda ‘al ventilar sus desenfrenos en el día libre’ —citó Rybczynski—, ya sea porque poseían impulsos peligrosos o porque tenían sentimientos de culpabilidad por dejar escapar sus inhibiciones”. Casi un siglo más tarde, esos temores persisten: nada da más pánico que el tiempo libre, el que se goza segundo a segundo, el que se siente pasar segundo a segundo y recuerda la finitud de la existencia. La actividad, en cambio, pone la cabeza en lo que se hace y crea la ficción de que es posible controlar el tiempo.

Cuando escribo esta nota olvido que se extinguen horas de mi vida: pienso que estoy escribiendo esta nota y que nada me interrumpirá —tal vez mi marido, pero de ningún modo mi muerte— hasta que la termine. El deber me permite ignorar que podría dejarlo incompleto. Para algunas personas, esa misma fe —mientras haga, soy— convierte al tiempo libre en otro trabajo: deben ir al cine, deben tumbarse sobre el césped en un parque, deben visitar un museo, deben tener una noche romántica. Una paradoja del tipo “sea espontáneo”.

Un ejemplo de ese contrasentido se encuentra al teclear la palabra ocio en un buscador de internet. Aparecen distintas formas de “guías para el ocio”, que lejos de enseñar a no hacer nada ofrecen mil cosas para ocuparse. Todas pagas: la página del ocio me invita a gozar de mi libertad de consumidora. Hay una lista larguísima de reguladores de la diversión masiva que recibirían con gusto los números de mi tarjeta de crédito. Desconecto. No quiero aceptar sino aprender a rechazar esos convites, como mis gatos rechazaron ese regalo tan bonito que les traje una vez de un viaje.

Había estado en Inglaterra, donde les había comprado un objeto hecho de una base forrada en tela verde y un resorte largo y erguido con un pompón amarillo en la punta. Se suponía que iban a enloquecer apenas olieran la nébeda —una hierba seca que fascina a los gatos— escondida bajo la tela de la base: día y noche harían rebotar el pompón. Puse el juguete en el suelo y esperé. Se acercaron, de inmediato, intrigados. Olisquearon la yerba gatera, dieron vueltas con la mirada puesta en el pompón, se sentaron. Eso fue todo. Les mostré la teoría y la práctica del asunto. Nada. Admiraron el cachivache, como si fuera una pieza robada del British Museum, pero por sus cabezas jamás pasó el pensamiento de usarlo. Se tiraron a descansar en la maleta abierta.

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